jueves, 7 de marzo de 2013

El Impostor- Capitulo 9


—Ni se te ocurra, querida —dijo Sally cariñosamente. ¿De qué ti ve tener una enfermera particular las veinticuatro horas del día sino la aprovecho? Además, tengo algunas... molestias. Le diré que me dé una inyección.

Sally no admitía nunca que algo le podía doler. En realidad, ningún Jonas lo hacía. En ocasiones hablaba del largo y duro es fuerzo que había supuesto traer al mundo con dos semanas de retraso Nick Jonas  como si de un ligero dolor se hubiera tratado. Según la leyenda familiar, pasó dos semanas ingresada en una clínica privada, rechazando todas las visitas hasta que pudo aparecer con el bebe.

—Si eso es lo que quieres —concedió Miley con renuencia, consciente de haber sido derrotada. No permanecería junto a Sally hasta que se quedara dormida, pero por nada del mundo pasaría el resto de la velada en compañía de Nick—. Yo también estoy cansada. Si no te importa, me voy a la cama.
—¡Miley no puedes dejar solo a Nick en su primera noche en casa! —protestó Sally.
—Está Warren. —Lo que dijo fue una grosería, casi una negativa, y a lo largo de su vida Miley jamás se había negado a acceder a una petición de Sally, por pequeña que fuese.
—Ambas sabemos que Warren es un pelmazo y que empezara a interrogar a Nick en cuanto tenga oportunidad. Y no te pongas furioso, Warren, sé que me estás escuchando y no tengo inconveniente en decírtelo a la cara. Miley os hará compañía a los dos y se asegurará de que dejes a Nick en paz.
—¿Quieres que me espíe, no? —preguntó Warren enfadado.
—Quiero que te portes como Dios manda —respondió Sally, casi sin voz—. Me encantaría encontrarme lo suficientemente bien para dar una fiesta...

Miley sintió náuseas sólo de pensar en ello.

—No te preocupes ahora por la fiesta, tía Sally —dijo con prontitud—. Concéntrate sólo en encontrarte mejor.
—No seas ridícula, niña. Las dos sabemos que no voy a mejorar.
—Eso nunca se sabe...
—Engáñate, si eso te hace sentir mejor —dijo Sally con un débil movimiento de la mano—. Al menos Nick acepta la verdad.

«No debería haberme dolido», pensó Miley, sin dejar que ningún sentimiento se plasmara en su cara. Lo había aprendido a hacer años atrás. Estuvo quieta mientras el impostor pasó junto a ella para posar la mano de Sally sobre la suya, fuerte y masculina. Sally la quería, eso lo sabía. No había razón alguna para que se sintiera desconsolada y abandonada.

—Descansa un poco, mamá —aconsejó el embustero en voz baja—. Vendré por la mañana.

Sally suspiró, alegre.

—No te puedes imaginar durante cuánto tiempo he deseado que alguien volviera a llamarme mamá. Buenas noches, querido. —Levantó la mano y le acarició la cara suavemente.

Y Miley salió de la habitación en silencio.


Era una noche tranquila, fría, la luna creciente flotando en el cielo a poca altura. Dentro de unos días el frío inusual desaparecería, la nieve abundante y húmeda se derretiría en la nada, y una vez más la primavera iniciaría la lenta conquista de las desoladas y heladas tierras de Vermont.

Pero por el momento imperaba un silencio glacial que se extendía sobre el paisaje cubierto de nieve. Las ramas de los árboles eran negras en contraste con la blancura restante, y sobre ellas se cernían a distancia las montañas, una presencia milenaria y protectora.

Miley fue hasta la parte posterior de la casa, el abrigo que llevaba se ceñía a su cuerpo mientras caminaba por los senderos que habían sido cuidadosamente despejados de nieve con palas. Sus botas crujían ligeramente sobre el frío suelo, y podía oír los gritos de una lechuza a lo lejos. La oscuridad albergaba criaturas, criaturas salvajes que vivían sus vidas con asombrosa sencillez y libertad. Algún día esa libertad le pertenecería.

Nunca fue tan tonta para pensar que durante sus años en Boston había sido realmente libre. Sally era la única madre que había tenido, una mujer tranquila y desapasionada que siempre había estado allí. Si bien no había exteriorizado su cariño por ella ni tampoco había participado en su vida, al menos Miley sí había sentido su afecto y estabilidad.

Y había sentido ese afecto en el tiempo y en la distancia.

Se lo debía todo a Sally. No en un sentido físico; esa deuda ya había  sido pagada. Se lo debía todo emocionalmente, por haberle permitido pertenecer a alguien. Los poderosos Jonas no se habían fijado en que aquella niña reservada crecía a la sombra del tempestuoso Nick, sin embargo Sally sí, y la siguió de cerca y la quiso a su manera.

Y Miley estaba en deuda con ella. Podía hacer un paréntesis en vida durante unos meses. Podía quedarse durante unos meses. Hasta que Sally muriese.

Todo el rechazo del mundo no cambiaría lo que iba a pasar; hacía hecho tiempo que Miley había aprendido esa lección. Sentiría su muerte profundamente, pero su vida, al fin, le pertenecería.

Incluso tendría dinero. Nada comparado con las gigantescas sumas de dinero que heredarían los verdaderos Jonas; o con el dinero que el impostor intentaría usurparle a una anciana moribunda.

No tenía importancia. Eso la ayudaría a reclamar su independencia provisional. A pesar del cariño que tenía a la familia Jonas, incluyendo al remilgado de tío Warren, a tía Patsy y su diversa descendencia, una vez Sally estuviera muerta sus lazos se romperían. Su deuda de lealtad y amor ya estaría saldada y ella sería completa y felizmente libre.

Pensó que debería sentirse culpable por ello, por anhelar ser libre, sin embargo no podía. Si pudiera cambiar las cosas, si pudiera dar años de su vida para mantener a Sally sana y feliz, lo haría con mucho gusto. Pero Dios no hacía ese tipo de tratos y Sally se estaba muriendo. Y Miley se iría.

Podía ver su aliento en el aire de la noche, pequeñas bocanadas de vaho que salían al exterior, mientras descendía por el sendero en dirección al estanque helado. Solía patinar en él, tiempo atrás, cuando los Jonas iban a Vermont a pasar la Navidad. Eso fue antes de llevar allí a Sally para que muriera. Hacía mucho que no patinaba, pero Ruben se aseguraba de que la superficie estuviera siempre limpia de nieve. Ahora estaba lisa, los últimos restos habían sido apartados a un lado, por si había alguien suficientemente *beep* que quisiera patinar.

Miley se quedó en el margen del hielo, mirando fijamente la superficie cristalina, y tuvo un impulso repentino, absurdo e irrefrenable. Ni siquiera tenía un par de patines, aunque pedirlos y que se los compraran sería todo uno.

Empezó a caminar con cuidado sobre el hielo, que tenía casi un palmo de grosor. Trató de deslizarse por él, pero sus botas oponían demasiada resistencia.

Poco a poco fue acercándose hasta el centro del estanque, el silencio la rodeaba. Hacía años que no intentaba patinar. Hacía tanto tiempo que ni siquiera recordaba cuándo se había puesto unos patines por última vez.

Sí lo recordaba. Fue en una Navidad de hacía muchos años, cuan do ella tenía nueve. Le habían regalado unos patines nuevos, y un Nick sorprendentemente paciente la había llevado fuera para probarlos. Debería haber tenido más juicio y no haber confiado en él. Por gentileza de Nick, que intentó enseñarle los pormenores del patinaje sobre hielo, acabó el día con una fractura de muñeca y ya nunca más volvió a ponerse los patines.

Aún recordaba la expresión impasible y socarrona de la cara de Nick cuando Sally le había dado una reprimenda y más tarde perdonado, como solía hacer. Pero de alguna manera, en su memoria, la cara de Nick era exactamente igual a la del impostor.

—¿Has patinado mucho últimamente, Miley?

Su voz le llegó en forma de susurro desde el otro lado del estanque. Ella apenas se movió. Sabía que vendría, ya era tarde para reaccionar. Sabía que iba a seguirla.

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