—Gracias.
—No es un mal lugar, ¿sabes?
—Nunca he dicho que lo fuera.
—Pero no parecías muy contento con la idea de tener que mudarte aquí.
Nick fijó la mirada en los álamos que flanqueaban el arroyo.
—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Ni siquiera que me lo diga Kate.
—Estoy seguro de que no va a ser tan terrible como crees. Quizá hasta descubras que es esto precisamente lo que te gusta. Nunca se sabe.
—No, nunca se sabe —Nick sentía que estaba empezando a enfadarse. Sin necesidad de mencionarlo, Joe le estaba haciendo saber que no le gustaba la vida desarraigada que llevaba en Minneapolis.
—Quizá necesites tranquilizarte un poco.
—Quizá —contestó Nick, tensando la mandíbula.
No necesitaba una regañina de nadie. Sabía que había desperdiciado años de su vida. Que se había casado con la mujer equivocada. Que había intentado trabajar con la familia y habían tenido que despedirlo. No le gustaba que le recordaran sus fracasos, y tampoco podía explicar la inquietud que lo perseguía desde la niñez, aquella sensación de no poder estar durante mucho tiempo en el mismo lugar. Y sospechaba que seis meses en Clear Springs con Miley como vecina iban a ser demasiado tiempo.
—Iré por allí dentro de un par de días para asegurarme de que no estás maltratando a Joker.
—Creo que es más probable que el caballo acabe conmigo.
—O que lo haga Miley. Desde luego.
—Es muy mandona —le advirtió Joe—. Le gusta que las cosas se hagan a su manera.
—Ya me he dado cuenta.
—En cualquier caso, intenta recordar que sabe mucho más que tú sobre ranchos.
—Intentaré no olvidarlo.
—Muy bien, hasta mañana.
Nick colgó el teléfono, frunció el ceño y cerró el libro de contabilidad. Miley. No había pensado en ella desde hacía años, no se había permitido hacerlo, pero desde que había pisado Wyoming, no era capaz de sacársela de la cabeza.
—Maldita sea —giró el cuello e hizo una mueca al sentir un tirón en una vértebra.
Tadd Richter. ¿Qué habría visto Miley en ese tipo? ¿Y qué podía importarle a él? Al fin y al cabo, aquello había ocurrido muchos años atrás.
El café instantáneo, apenas potable cuando estaba caliente, se había quedado frío y tenía una textura similar a la de un gel. Nick ignoró la taza. El viejo sillón gimió cuando se levantó y se acercó hacia el mueble bar en el que, años atrás, Ben guardaba los licores. Estaba vacío. Segundo fracaso. Ni ordenador ni alcohol. Al parecer, en Wyoming la vida no había cambiado durante los últimos cincuenta años.
—Muchas gracias, Kate —gruñó.
Pero aquel rancho en el que pasaba los veranos, siempre había ocupado un lugar muy especial en su corazón. Un lugar que preferiría no recordar.
No había sido el viaje el responsable de su mal humor. El vuelo desde Minneapolis a Jackson no había sido malo en absoluto, ni tampoco el trayecto hasta el rancho en la camioneta. No, no era el viaje el que lo molestaba, sino aquella sensación de estar siendo manipulado. Una vez más. Por su abuela, que pretendía controlar su vida desde la tumba.
Apagó la luz del estudio y salió al larguísimo pasillo de aquella casa de dos pisos en la que había pasado tantas y tantas vacaciones de verano. En muchas ocasiones, la familia viajaba a rincones lejanos y exóticos, como México, Jamaica o la India. Pero los veranos que con más cariño recordaba, los mejores veranos, los había pasado allí, aprendiendo a ensillar caballos, marcando el ganado, bañándose en el arroyo y tumbándose en la hierba por las noches para contemplar el cielo inmenso de Wyoming.
Nick subió hasta el segundo piso. Al final del pasillo se encontraba la habitación en la que dormían él y sus primos. Palpó la madera gastada de la puerta y acarició el boquete que había hecho Kevin al intentar abrir la puerta el día que Nick y Adam lo habían dejado encerrado. Nick tenía entonces doce años. Y Kevin, un año mayor que él y de un genio más rápido que la pólvora, no estaba dispuesto a permitir que un simple cerrojo le impidiera salir a vengarse de su hermano, arrojándole un cubo de agua helada.
Nick sonrió al recordar a Kevin, empapado de la cabeza a los pies.
Parecía que habían pasado siglos desde entonces. Aquello había ocurrido antes de que comenzara a afeitarse. De que empezara a fijarse en las chicas. Mucho antes que Miley.
Encendió la luz, entró en la habitación y contempló las literas. No había sábanas en ninguna de ellas y los colchones estaban muy desgastados. No quedaba ningún rastro de los paquetes de cigarrillos que le birlaban a su abuelo, ni de las revistas Playboy que uno de los trabajadores del rancho les alquilaba a los chicos, ni de las botellas que escondían en los cajones de la cómoda.
Deslizó la mano por el armazón de una litera y se detuvo frente a la ventana por la que tantas veces habían escapado. El saliente estaba al lado de un manzano de largas ramas y los chicos habían preparado un elaborado sistema de cuerdas y poleas que les permitía bajar y subir a su antojo. Pensaban entonces que eran muy ingeniosos, pero Nick sospechaba que probablemente su abuela sabía todo lo que ocurría en el piso de arriba. Era demasiado inteligente para haber pasado por alto todas sus travesuras.
—Canalla —gruñó, apretando los puños con tristeza.
Pensar que su abuela se había ido para siempre le causaba un inmenso vacío en el alma. ¿Cómo se le habría ocurrido marcharse sola en ese condenado avión, en busca de una planta extraña de la selva amazónica? Nunca había podido encontrarla. El avión había explotado en algún remoto lugar del Brasil, había caído a tierra y había ardido en llamas. Habían devuelto su cuerpo achicharrado a los Estados Unidos, donde sus hijos y sus nietos habían tenido que enfrentarse con incredulidad y dolor al hecho de que la fuerza más influyente de sus vidas había desaparecido para siempre.
Nick abrió la ventana, dejando entrar la brisa, y fijó la mirada en aquella tierra que había pasado a ser suya. Bueno, por lo menos lo sería durante seis meses, si era que conseguía aguantar durante tanto tiempo en ese lugar. La verdad era que no le había importado mucho dejar Minneapolis. Su vida en aquella ciudad se había quedado estancada. Nunca había conseguido encontrarse a sí mismo, no había alcanzado ninguna estabilidad, ni tenía un trabajo suficientemente bueno como para tenerlo en cuenta. No, él siempre había sido inquieto por naturaleza y por eso, de todos los nietos, Nick había sido elegido para heredar el rancho. Probablemente aquella había sido la forma que había encontrado su abuela de obligarlo a echar raíces.
Diablos, recordaba el funeral, y el ataúd cubierto de flores, la iglesia estaba llena, y la familia, toda vestida de luto, luchaba contra las lágrimas. Horas después, todavía muy afectados y sin poder apenas pronunciar palabra, se habían sentado alrededor de la mesa del despacho del abogado de la compañía mientras él, Sterling Foster, con el testamento de Kate entre las manos, decía:
—Kate Jonas era una mujer extraordinaria. Madre de cinco hijos, aunque solo cuatro pudieron crecer a su lado. Abuela de, ¿cuántos?, ¿doce nietos? Y también bisabuela —había sonreído con tristeza—.Aunque enviudó diez años atrás, nunca le faltaron las fuerzas para dirigir Jonas Cosmetics. Sobrevivió a la muerte de su marido, Ben, y a la pérdida de un hijo. Bueno, todo eso ya lo sabéis. Lo primero que me pidió fue que, cuando ella muriera, os entregara a cada uno de vosotros los dijes con la fecha de vuestro nacimiento que llevaba en el brazalete —pasó una bandeja de plata con sobres alrededor de la mesa y, cuando la bandeja llegó a su lado, Nick descubrió su nombre mecanografiado en uno de ellos.
«Oh, Kate», pensó con tristeza mientras abría el sobre y sacaba un dije de plata.
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